Los faldones del tiempo
Los faldones del tiempo.
En cada hogar de España, y mira que son distintos unos de otros, ocurre la misma escena. Da igual que sea una casa con familia numerosa, un piso de estudiantes, que tenga más gente que el Cuartel de Menacho, habitaciones realquiladas de migrantes o una desolación sin desear.
Nos plantamos en el veintitantos de diciembre, no importa de qué año. Alguien sale de casa, con un café recién bebido, a por algunas perrinas al banco o a por el pan. Parece que le está esperando en la otra punta del mostrador. Después de despachar al interfecto, éste o esta, lleve tilde o no, le pregunta a quien le atendió de la otra parte: “¿Me puedo llevar uno?” “Para eso están.” Y coge dos.
Allá va para casa, además de con el pan o los billetes, con el calendario enrollado y aplastado debajo del brazo. Y entra en casa, hasta la cocina, la lámina con fray Leopoldo, con el paisaje verde gallego o con el bodegón de caza de pelo y pluma. Debajo de la lámina papel del Hola, los faldones del almanaque. Al instante, si es que no llega antes otra persona y se lo arrebata, se consultan los números rojos.
Y mira que te lo explica bien el calendario zaragozano, tampoco importa de qué año. Y te lo señala desde ese año olvidado hasta el del que te saquen los huesos del nicho, que a ver para qué si no te vas a enterar. Cada año, en cada hogar de España, la misma consulta de fin de año. Cuándo cae la Semana Santa el año que viene.
Pasados los Reyes, de tanto en tanto, le vamos levantando la falda al tiempo. Cuanto más cerca esté el número negro del rojo del viernes, más cerca está la Semana Santa… Eso para el resto de España. En Jerez de Badajoz, el de los Caballeros, se percibe. Pintores en la calle, brochón o rodillo para la fachada dependiendo de la costumbre, brocha para la reja, blanqueando o ennegreciendo, Semana Santa cerca. Silla, escalerilla, andamio o plataforma, Semana Santa cerca. Últimamente, algún viento de Sevilla con aroma de incienso, una modernura reciente importada, como si Jerez fuera una catedral sin bóveda, Semana Santa cerca.
Recuerdo que, en su momento, también fue una modernura importada; pero llegó para quedarse, porque fue un acierto. Aquel año (póngale fecha, mi memoria no alcanza esa molestia) coincidía con un aniversario de la Cofradía del Ecce-Homo. Para lustre de ese evento, cada reja de ventana y balcón de la Plaza de España se vistió con una colgadura de su talla, de color granate, con flecos de gusanillos color oro o plata. Una chulada. El guasón de turno hizo fácil el chiste de la Plaza Roja de Moscú, según versión de Libretillas Jerezanas de Feliciano Correa. Lo cierto es que se daba un aire a Plaza Nueva de Sevilla. Otra vez viento del sur.
Y debió de ser un acierto, porque esa nueva tendencia del algún Lorenzo Caprile “espabilao” se extendió calle Arriba y calle Abajo de balcón en balcón. Colgaduras lisas, al principio granates y moradas, con gusanillos y alguna pasamanería dorada y plateada, embellecieron las calles apretadas no sólo del centro, sino de los barrios algo más distanciados. En efecto, apareció una nueva manera particular de levantarle la falda al tiempo en Jerez, de esa manera de percibir en Jerez la cercanía de la Semana Santa.
Reconozco que las colgaduras por las calles de Jerez, junto a la limpieza y el blanqueado de fachadas, ponen al pueblo muy guapo, a la vez que lo unifica para su fiesta más multitudinaria. Se crean unas tramoyas de materia auténtica para ofrecer el espectáculo de los sentidos en torno a la Semana Santa, siete días de análisis cultural, artístico, costumbrista y sociológico que reta a la religiosidad. Las colgaduras, con su caída, la pasamanería y los discretos añadidos, me recuerdan a los faldones de los pasos. Invitan a un paseo bonito y relajante, obligando a imaginar la otra belleza de rejas y molduras que ocultan, sin tener que reservar las fotos para las procesiones.
Con los años, también evolucionó el uso de las colgaduras. Al granate, el que más me gusta, y al morado se añadieron los colores de las túnicas de cada cofradía. Aumenta la paleta de óleos. Ya no hay ese efecto unificador de utilizar dos colores, sino que se apuesta por que cada casa muestre su preferencia o su pertenencia a una cofradía o barrio. No obstante, estimo que sigue estando bonito.
Pasan los años. La salud pública nos obliga, con motivo, a aislarnos en casa durante la pandemia. Y cada casa muestra su melancolía por ver pasar por su calle o, simplemente, por que salga la procesión de su cofradía con sus imágenes titulares. El ingenio melancólico llena ese vacío con lienzos con las imágenes de los cristos y las marías, haciendo sacar de la iglesia a cada talla y hacerlas presente en su recorrido habitual, sin necesidad de procesión y aglomeración. Buena estrategia psicológica. Estos lienzos se colocan sobre las colgaduras, haciendo coincidir en muchos casos el color con la talla, macarena sobre verde, ecce-homo sobre rojo; en otros casos, el lienzo sustituye a la colgadura: se comprende la economía. Pero eso ya no me gusta tanto.
Compruebo este año una profusión de imágenes como preludio a la fiesta, nuevas faldas que levantar al tiempo. Estimo que se ha perdido ese pueblo que por estar bonito no importaba en qué calle o barrio te encontraras. Están menos presentes esas colgaduras granates o moradas en favor de lienzos o pósteres de imágenes que, a simple vista, se aprecian fuera de la talla de la reja: o le queda ridículamente estrecho o le hacen arrugas. A las claras se adivina de qué cofradía es el morador dando un impacto visual excluyente, como aquellos ceniceros de taberna en los que se leía “Aquí fuma uno del Barça”, pegándote un trompazo en los belfos. Da la impresión, respetando los sentimientos de cada cual, que hay una soterrada competición entre algunas personas, como aquella guerra de balcones que hemos criticado a Cataluña. No parece el pique sano (a mi entender con toda la intención que nada sano, pero se decía y allá su tiempo) del que presumían los viejos cofrades.
Pero volviendo a la estética, y no al análisis forense, opino que se debería recuperar aquella intención de las colgaduras de anunciar, daba igual la esquina, que algo rico se cocía y pronto se iba a degustar. Aquello debe de ser un momento que supere la individualidad, pero respetándosela a cada cual, algún motivo común que reencuentre en la calle a personas de tienen algo en común, o una curiosidad que descubrir en tiempo y forma, o llega haciéndose el despistado. Un momento que se prepara como una fiesta, y que por ello debe tener cerca que destaque la belleza de un pueblo con la incomodidad y la curiosidad de sus cuestas. Algo distinto que se percibe con un simple paseo agradable por Jerez levantando la vista, y que se comprueba en cada casa de España, da igual de donde procedas, levantando en la cocina la falda del tiempo. Y estas características las resuelve, bajo este punto de vista, las colgaduras que llegaron para quedarse algún tiempo más.
«Los faldones del tiempo» es un texto de José Manuel Gómez Jáñez.